De Trujillo a la repartición democrática

Por Roberto Veras

SANTO DOMINGO, RD,..La noche del 30 de mayo de 1961, cuando las balas atravesaron el cuerpo de Rafael Leónidas Trujillo Molina en la carretera hacia San Cristóbal, muchos pensaron que con él también caía la opresión. Durante más de treinta años, Trujillo no solo gobernó: poseyó el país. Su firma estaba en las tierras, en los ingenios, en los bancos, en las vidas de todos. Era el Estado, el partido, el ejército y hasta la ley.

Su muerte marcó el fin de una dictadura, pero no necesariamente el inicio de la verdadera libertad. Aquel momento que se anunciaba como un renacer democrático fue, en realidad, el inicio de una transición controlada, donde el poder cambió de manos, pero no de lógica. Se fue el hombre, pero quedó el modelo de concentración, de clientelismo, de manipulación institucional.

Desde entonces, los distintos gobiernos que se han turnado el poder lo han hecho bajo la bandera de la democracia, pero con la mentalidad de quien administra una herencia. Y esa herencia ha sido el país: sus recursos, sus empresas estatales, sus presupuestos y, sobre todo, su gente.

El discurso ha cambiado, sí. Ya no se gobierna por decreto ni se encarcela por pensar diferente, al menos no de manera abierta. Pero la democracia dominicana ha sido, en muchos casos, una máscara: una fachada que permite a las élites políticas y económicas repartirse los activos de la nación sin oposición real, sin rendición de cuentas y, lo que es peor, sin pudor.

Las privatizaciones que comenzaron en los años noventa, la opacidad en los contratos públicos, las alianzas entre partidos y grupos empresariales, y la colonización del Estado por parte de los partidos políticos han hecho que la “cosa pública” se convirtiera en botín. Todo se hace a nombre del pueblo, pero nada llega realmente al pueblo.

Los hospitales siguen careciendo de insumos, las escuelas de calidad, los barrios de agua potable, mientras se multiplican las fortunas de quienes han hecho carrera desde el poder. Gobernar, en este esquema, no es servir: es cobrar. Y la democracia, en lugar de ser un mecanismo de equidad, ha sido la excusa perfecta para legitimar una nueva forma de concentración de poder y riqueza.

Más de seis décadas después de la caída de Trujillo, seguimos preguntándonos: ¿fue esta la libertad que nos prometieron? ¿Es esta la democracia por la que tantos lucharon? Porque si algo está claro es que la democracia no puede ser solo un rito electoral, ni una bandera para justificar la corrupción institucionalizada. Debe ser, ante todo, justicia, transparencia, inclusión y decencia pública.

Hasta que eso no ocurra, no podremos hablar de una verdadera democracia. Solo de un relevo de actores que siguen representando, con distintos rostros, la misma vieja obra de siempre: la de repartirse el país, como si aún fuera propiedad privada.

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