Por: Jhonny González
Dentro de 20 años la República Dominicana estará arribando a sus 200 años de independencia. 200 años de la cristalización del sueño de nuestros libertadores por alcanzar la libertad y crear un país libre e independiente, inspirados en los principios de libertad e igualdad.
Dichos principios, dieron origen a las más grandes epopeyas. Ingentes sacrificios, arrojo y heroísmo, llenaron de gloria el proceso de la fundación de la República.
Pero en lugar de sentirnos, los dominicanos, alegres y eufóricos por el devenir de tan sagrada efemérides, nos embarga el temor que la nación perezca ante la perenne amenaza de la fusión que ya marca visos de irreversibilidad.
La clase política dominicana, surgida al amparo de las tropelías del caudillismo que azotó la República durante el duro proceso de consolidación de nuestra independencia y que dio lugar a la férrea dictadura de Rafael Leónidas Trujillo, permitió su fortalecimiento como élite política.
Esa clase dominante emergente, le vendió al pueblo la percepción de democracia basada en una aparente libertad, alimentada por una comparsa de “pan y vino” que nos ha traído a un punto de no retorno, en el que prevalece la anarquía y el caos social.
Es la misma clase política que lleva alrededor de 60 años dirigiendo los destinos del país sin una estrategia nacional de desarrollo clara, que conlleve el bienestar social de las grandes mayorías.
A casi 50 años de democracia, el país puede exhibir evidentes logros en su infraestructura física (carreteras, edificios, autovías, aeropuertos, metro, teleféricos, puentes y elevados, etcétera), mientras que la infraestructura social, a pesar del medio siglo, sigue siendo materia pendiente.
El modelo económico neoliberal aplicado, ha generado un nivel de informalidad alarmante; el torrente migratorio es indetenible; la deficiencia en el servicio eléctrico, luce insoluble.
Y ni hablar del sistema educativo que resulta obsoleto para afrontar los retos y desafíos que presenta la era tecnológica del mundo contemporáneo. Los índices de inseguridad son apremiantes y sus causas (sociales), son ignoradas por un Estado que ve en el uso de la fuerza, la solución a este flagelo que atenta contra la paz ciudadana.
En ese rosario de males, el tema haitiano aflora como una de las amenazas más latentes a nuestra propia sobrevivencia como Nación.
El gobierno de castas de Luis Abinader, defensor a ultranza de la oligarquía empresarial criolla, ha resultado el más abyecto a los intereses del gran capital internacional, que, apuesta, erróneamente, a la fusión de la isla como la “mágica” solución a la problemática haitiana.
La abrumadora presencia de nacionales haitianos en el país, sin importar su condición migratoria, evidencia una complicidad supina del gobierno de la República Dominicana con los intereses foráneos en torno a que sea nuestro país el que cargue con la desgracia de la nación vecina.
De ahí nuestro planteamiento de la Causa Nacional Constituyente, como fórmula para la refundación de la República. Bajo el esquema jurídico-institucional actual, no hay forma de enfrentar los desafíos que amenazan a la República Dominicana, su sobrevivencia como Nación y la preeminencia de un Estado garante del bienestar social y económico.
No hay porque temerle a la Constituyente. Al fin y al cabo, la soberanía recae en el pueblo.
El autor es licenciado en Estudios Internacionales, Periodista y exdiplomático.
Reside en Nicaragua.