Por MIGUEL GUERRERO
A pesar de la oposición ambientalista, sigo creyendo en la necesidad de una explotación racional de nuestros recursos del subsuelo para apoyar los esfuerzos dirigidos a ensanchar la economía y mejorar las expectativas de la población.
Obviamente toda explotación de los recursos no renovables debe estar sujeta a una estricta vigilancia del medio ambiente y llevarse a cabo en condiciones contractuales ventajosas.
Cuando planteo el tema, por esta columna y otros medios, las reacciones en mi contra han sido devastadoras, con epítetos que no conocía, algunos me desean la peor de las suertes que la vida le puede deparar a un ser humano.
Como el ejercicio independiente del periodismo me ha curado de todas esas cosas, no suelo prestarles atención, a excepción del comentario de una joven de Santiago, según supe de formidable formación profesional en el campo de la ingeniería ambiental, que me escribió diciendo que las mineras habían comprado mi conciencia.
Admito que ese tipo de juicio descalificativo, propio de gente carente de criterio es muy común en las redes, pero al venir de una joven de vasto conocimiento en su área, me impactó. Y me impactó porque confirma la terrible enfermedad nacional de rehuir el debate serio de los temas fundamentales para reducirlos a una simple descalificación.
El hecho es que la minería es un factor determinante en la actividad económica global y si bien es cierto que una explotación irresponsable puede resultar fatal para el medio ambiente, también es innegable que existen tecnologías y prácticas que garantizan su preservación, y se aplican en países con códigos ambientales muy estrictos y rigurosos.
Naturalmente, decir esto en un país donde las tendencias de opinión responden no a necesidades reales es como tocar las puertas del Averno. Si en lugar de sentarnos a discutir los temas centrales optamos por la descalificación personal, seguiremos siendo lo que somos, una nación pobre sin futuro