Por Roberto Veras
BRONX NY.-En una tarde medio fría, en el corazón del Bronx, se me ocurrió la idea de reunir a Triffolio, Eduviges y Ramont para un juego amistoso de dominó. Con la certeza de que sería una experiencia interesante, extendí la invitación. Cabe destacar que Eduviges es la esposa de Triffolio y fue una invitada visual al campeonato.
La fama de Lencho como uno de los mejores jugadores entre nosotros era bien conocida; sus manos rápidas y su mente siempre atenta lo convertían en una leyenda entre nuestros amigos. Estábamos seguros de que sería una competencia fuerte, pero nadie imaginaba lo que estaba por suceder.
La mesa estaba lista, las fichas perfectamente ordenadas, y el ambiente lleno de entusiasmo. Comenzó el juego. Ramont, sin mucho alarde, colocó su primera ficha. Triffolio lo siguió, tranquilo, casi como si estuviera jugando en automático. Para Lencho, aquello debía ser fácil, un par de oponentes sin la fama de grandes jugadores, sin la presión de años de victorias en los barrios del Bronx.
Pero pronto quedó claro que subestimamos a nuestros invitados. Mientras el juego avanzaba, la estrategia de Triffolio y Ramont comenzó a desenredar el complicado estilo de Lencho. Entre risas y bromas, ellos colocaban sus fichas con una calma casi inquietante, como si todo ya estuviera planeado desde el inicio.
Lencho, por su parte, empezaba a notar que el control que siempre había tenido sobre el tablero se le escurría de las manos. Triffolio y Ramont dieron una verdadera cátedra de habilidad, inteligencia y estrategia, al punto que ni Lencho ni yo entendimos cómo terminamos perdiendo partida tras partida.
Al final, no nos quedó más remedio que aceptar la derrota. Nos levantamos de la mesa con la humildad que sólo los grandes jugadores y amigos pueden demostrar tras una «pela» tan épica. Era necesario hacer algo para despejar la mente, así que decidimos dar un paseo por Washington Heights. El barrio, con sus colores vibrantes y el bullicio de la gente, parecía ser el lugar perfecto para sacudirnos la sensación de haber perdido el campeonato.
A medida que caminábamos por las calles, el ritmo del merengue comenzó a llenar el aire, proveniente de los altavoces de una tienda en la esquina. El contagioso sonido del tambor y la güira nos recordó nuestras raíces y cómo, en momentos como esos, la verdadera victoria no está en el tablero, sino en el compartir con los amigos, en las risas y en la camaradería.
Mientras el sol se iba poniendo lentamente sobre la ciudad, la derrota del dominó se convirtió en una anécdota más para contar, una de esas historias que vivirán entre amigos durante años. Lencho, aunque herido en su orgullo de jugador, reconoció con una sonrisa que aquel día nos enseñó una gran lección: la fama en el juego no lo es todo, y a veces, son los jugadores más inesperados los que te sorprenden.
Terminamos la noche compartiendo una cena entre amigos del barrio, brindando por la amistad, el amor por el juego y la verdad que nos dejó aquel encuentro inesperado: no importa cuántas veces ganes, lo importante es disfrutar del camino, y a veces perder puede ser tan valioso como ganar.
El deber de un hombre, es estar donde es más útil.