Por Milton Olivo
Había una vez, en un rincón olvidado de una isla ubicada en el mismo trayecto del sol, un hombre llamado Juan. Juan era conocido en su pueblo por ser una persona que, aunque no malvada, no era precisamente buena. Sus acciones se movían entre el gris y el blanco, entre lo correcto y lo incorrecto. No es que fuera cruel ni despiadado, pero en su vida cotidiana tomaba decisiones basadas en la comodidad, la conveniencia y lo que le beneficiaba sin pensar demasiado en el bienestar de los demás y mucho menos de su patria.
Un día, sentado en la sombra de un árbol, en la Avenida Juan Pablo Duarte, Juan escuchó una conversación que cambiaría su vida para siempre. Un anciano sabio de Santo Domingo Este, estaba hablando con su joven nieto. El anciano decía: «Si las malas personas supieran lo conveniente que es ser bueno, lo serían por pura conveniencia.»
Juan, intrigado, se acercó un poco más para escuchar mejor. El anciano continuó: «¿Qué significa ser bueno, preguntarás? Ser bueno es vivir con el corazón lleno de amor. Y el amor, se manifiesta en la solidaridad, en la honestidad, en la bondad, en la justicia, en la verdad, en la amabilidad, en la compasión, en cumplir con lo que uno debe hacer y en ser siempre justo con los demás. Y si Dios es amor, ser bueno es seguir los caminos de Dios.»
Las palabras del anciano resonaron profundamente en el corazón de Juan. ¿Ser bueno por conveniencia? ¿Qué significaba eso realmente?
A lo largo de los días, Juan comenzó a reflexionar sobre lo que había escuchado. No podía dejar de pensar en cómo sus decisiones, aunque no malvadas, estaban lejos de ser buenas. Hizo un esfuerzo consciente por aplicar cada una de las virtudes que el anciano había mencionado en su vida diaria. Ayudó a los más necesitados, fue más honesto con su familia y amigos, comenzó a cuidar de su pueblo y, sobre todo, empezó a buscar la verdad y la justicia, aunque a veces le resultaba difícil.
Un día, mientras caminaba por el pueblo, vio un grupo de personas debatiendo acaloradamente. Parecía que se estaban peleando por un terreno que nadie estaba dispuesto a compartir. Juan se acercó y, sin pensarlo dos veces, les dijo: «Si realmente amamos este lugar, debemos ser justos, debemos compartir, debemos pensar en el bien común antes que en el interés propio.»
El pueblo se detuvo. Las personas miraron a Juan, sorprendidas. Y algo extraño ocurrió: empezaron a calmarse, a reflexionar sobre lo que él había dicho. De repente, la disputa se desvaneció, como si todos se hubieran dado cuenta de que el camino del bien era el único que realmente conducía a la paz.
Poco a poco, la vida de Juan fue cambiando. Se dio cuenta de que ser bueno no solo le traía satisfacción personal, sino que también transformaba a las personas a su alrededor. Y no solo eso, sino que comprendió que ser bueno no era algo opcional, era una responsabilidad. No era cuestión de conveniencia, sino de hacer lo correcto por el bien de todos.
Un día, mientras hablaba con un viejo amigo que había regresado al pueblo después de muchos años, Juan reflexionó sobre el concepto de ser dominicano. «Ser dominicano no es solo tener una cédula de identidad,» dijo. «Es vivir según los principios de la dominicanidad; DIOS, PATRIA Y LIBERTAD. Que es actuar siempre según el mandato de Dios, con acciones que sirvan a la patria y siempre en defensa de la libertad. Es ser un ejemplo de bondad, de justicia, de solidaridad.» Y ojo, es el único camino para hacer realidad una Quisqueya potencia.
El amigo, al escuchar sus palabras, le preguntó con curiosidad: «Pero Juan, ¿cómo podemos hacer realidad una Quisqueya potencia? ¿Cómo podemos erradicar la pobreza y el desempleo?»Juan sonrió y le respondió: «Lo primero que debemos hacer es transformar nuestros corazones. Si cada uno de nosotros busca a Dios, si cada uno de nosotros decide seguir el camino del bien, todo lo demás se irá dando. La vida es una lucha constante entre el bien y el mal, pero si buscamos la guía de Dios, nuestra tendencia será siempre a elegir el camino del bien.»
Y así, Juan aprendió que ser bueno no era solo un camino moral, sino también una forma de construir una sociedad más justa, más unida, más fuerte. Y en ese proceso, él también se transformó en alguien mejor, alguien que, sin pretenderlo, inspiraba a otros a ser mejores.
La historia de Juan es un recordatorio de que, aunque la vida esté llena de desafíos, siempre podemos elegir el camino del bien. Y en ese camino, encontramos no solo la paz interior, sino también la fuerza para transformar el mundo que nos rodea. Porque, como bien dijo el anciano, ser bueno es lo más conveniente, no solo para uno mismo, sino para todos.
En memoria de nuestro padre de la patria, Juan Pablo Duarte.
El autor es escritor y activista por una Quisqueya potencia.