Por LUIS EDUARDO GUTIÉRREZ DOMÍNGUEZ
Existe una anécdota (probablemente apócrifa) sobre Napoleón de que cuando este se enteró de las primeras publicaciones de juristas comentando el Código Civil de 1804, exclamó coléricamente: «Mon Code est perdu!». Con independencia de que sea cierta o no la anécdota de aquel ilustre corso, la verdad es que la misma ilustra la cosmovisión del Derecho de principios del siglo XIX, a saber: que las leyes no debían comentarse ni interpretarse mucho ya que eran el producto de un legislador racional omnisciente. Además, el Derecho era claro (no había vaguedad en el lenguaje), completo (no existían lagunas) y coherente (no existían antinomias).
Como corolario de lo anterior, los jueces pasaban a ser aplicadores mecánicos de las leyes. Y como estas últimas eran claras, completas y coherentes, no debían presentarse problemas de interpretación ni de aplicación.
Si el Código no decía nada con respecto a un caso concreto, el juez debía volver a buscar en el Código, ya que la respuesta estaba ahí. Y no podía ser de otra manera ya que sabio legislador lo había previsto todo.
Todas estas ideas fueron la bandera de la llamada Escuela de la Exégesis, la cual tuvo una influencia capital en el siglo XIX. Sin embargo, tenían un pequeño problema: eran ideas falsas e ingenuas. Decimos ello porque es evidente que el legislador no es racional, mucho menos omnisciente, prueba de ello es que todo ordenamiento jurídico se encuentra atiborrado de lagunas, antinomias, etc.
Estas ideas pánfilas del Derecho fueron desmontadas por los grandes autores positivistas del siglo XX: Kelsen, Hart, Alchourron, Bulygin, etc., y tal fue su éxito que ningún filósofo del Derecho serio defiende estas ideas al día de hoy.
¿Pero qué tiene que ver todo lo aludido hasta ahora con la discrecionalidad judicial? Pues bien, la discrecionalidad judicial es corolario de la existencia de antinomias, lagunas y de la vaguedad e indeterminación de los enunciados normativos.
Tomemos el ejemplo de una laguna normativa: al juez se le presenta un caso que no se encuentra regulado por el ordenamiento jurídico, como existe la prohibición del non liquet (art. 4 del Código Civil dominicano) no puede negarse el juzgador a decidir, pese a que el caso no se encuentra regulado en la norma (o la misma es oscura e insuficiente).
¿Qué debe hacer? No puede crear la norma ex nihilo, pero sí puede aplicar por analogía otra norma, y su decisión es discrecional porque tiene una amplia libertad para elegir esa norma análoga.
Sin embargo, no solamente vemos el ejercicio de la discrecionalidad de los jueces en los casos de lagunas y antinomias, solo basta leer la jurisprudencia constante de nuestra S.C.J. en materia de pruebas para darse cuenta de la enorme libertad que tienen los jueces en lo que respecta a la valoración de las mismas.
Llegados a este punto podría el lector preguntarse la razón por la cual se escribe este artículo, porque si son obviedades las cuestiones establecidas hasta ahora, ¿por qué tomarse la molestia de escribir sobre esto? La razón es la siguiente: algunos operadores jurídicos se escandalizan cuando escuchan el término discrecionalidad judicial, porque creen que esta significa que los jueces pueden hacer lo que les venga en ganas.
Nada más alejado de la verdad. La discrecionalidad judicial no debe confundirse con la arbitrariedad judicial. Y la diferencia estriba en que el juez que hace uso de su poder discrecional lo hace argumentando, dando razones jurídicas, mientras que el juez arbitrario no.
En definitiva, la discrecionalidad judicial, que es el poder y libertad que tienen los jueces a la hora de dar contenido a su decisión, nos puede parecer bien o mal, o podríamos debatir del grado de discrecionalidad que deben tener lo jueces, pero la realidad es que no existe otra alternativa, y decir lo contrario denota una ingenuidad supina y un desconocimiento de la manera en que la práctica jurídica se desarrolla. Por eso, la discrecionalidad judicial no es buena ni mala, es simplemente inevitable.