Por: Francisco S. Cruz
El ejercicio de la diplomacia en nuestro país históricamente, y quizás como en la mayoría de los países de Latinoamérica -con contadas excepciones-, siempre tuvo una tradición política y de coto-élite de apellidos sonoros cuasi vitalicio. Tal realidad, al menos el coto cerrado y hegemónico -sociocultural-, vino a cambiar, en ingreso y rango diplomático bajo y no tan bajo, a partir del gobierno de Hipólito Mejía (2000-2004). De ahí en adelante -justamente cuando país dejó de ser un feudo-país aislado del concierto de naciones (1996)-, iniciándose, prácticamente, con los gobiernos del PLD y la acertada visión, en materia de relaciones internacionales, de los expresidentes Leonel Fernández y Danilo Medina, la presencia activa y estratégica del país en foros y organismos internacionales y, de paso, procurando la profesionalizando u especialización de la carrera diplomática -a pesar de la persistencia de ciertas distorsiones e inobservancias-.
Y si partimos de la legislación, vigente hasta el 2016 (ley 314-64), que regía el servicio exterior o ley Orgánica de la Secretaría de Estado de Relaciones Exteriores, en ella se consignaba, sin ambages ni márgenes a interpretaciones jurídicas, quienes eran diplomáticos de carrera. Al respecto, citamos -íntegramente- la referida legislación en su artículo 8, y párrafos I:
Artículo 8. Serán considerados como funcionarios ingresados en la carrera diplomática y consular, con las prerrogativas que les son inherentes de acuerdo con la ley, las personas que al momento de su publicación hubiesen adquirido plenos derechos en virtud de las leyes anteriores, y las que ingresen en lo sucesivo por los medios y previsiones que más adelante se establecen.
Párrafo I: Adquieren la condición de funcionarios de carrera aquellos que hayan cumplido a la fecha de la promulgación de esta ley, o cumplan en lo sucesivo, diez años de servicio en la Secretaría de Estado de Relaciones Exteriores.
De modo que, para fines de acatamiento de las leyes y el respeto al principio universal de no retroactividad de estas -y para el caso, exceptuando faltas graves (incluido la inobservancia de los plazos que, “la Resolución No. 01-2011, y la Ley 41-08 de Función Pública”, establecen)- son diplomáticos de carrera aquellos servidores del servicio exterior que hayan cumplido con la ley 314-64 antes de la entrada en vigor de la actual – 630-16-. Por supuesto, siempre observando cumplimiento bajo Evaluación del Desempeño comprobable. Por ello, ya hay varios precedentes, de ganancia de causa, jurisprudenciales de difícil inobservancia so pena de desacato y, por vía de consecuencia, apelación, en última instancia, de derechos adquiridos conculcados.
Finalmente, y tal como se ha escrito o se sabe, solo hay “102 diplomáticos de carrera” por validación -que, en justicia y de ley, debería haber más, y no es así por las inobservancias antes señaladas- y solo 10 por concurso de oposición como contempla la actual ley que entró en vigor en 2016.
De donde se desprende que el ingreso vía una designación política o de tradición de abolengo, siempre fue la norma y no la excepción. Por tanto, la distinción y derecho -ser diplomático de carrera- siempre ha estado consignado por ley; y el no observarse, por la misma Cancillería o el MAP, no puede devenir, exceptuando faltas graves en el ejercicio o desempeño, en conculcación de derechos adquiridos.
Por último, hay que cuidar, en cualquier análisis, comentario o enfoque sobre un asunto en particular, no querer hacer tabla rasa de derechos adquiridos, bajo cualquier subterfugio (haciéndose el gracioso u obviando cómo se ingresó), pues así como el ex canciller Miguel Vargas tiene el mérito, entre otros, de haber implementado el seguro médico para los servidores del servicio exterior; igual el actual, Roberto Álvarez Gil, tiene el mérito, entre otros, de haber implementado la tan necesaria rotación y la disparidad, no pocas veces abismal o de privilegio (llámese otrora tráfico de influencia), en la dotación -en función de rango y destino- en el servicio exterior desterrando, de paso, una vieja, injusta y doble distorsión institucional.
El autor es político y exprofesor de Historia